Mientras campesinos palestinos siembran vida, los soldados israelíes siembran balas

“Nosotros apenas habíamos llegado a la zona cercana a la valla levantada por la ocupación israelí para acompañar como testigos disuasorios a los campesinos palestinos en su labor cotidiana, cuando los soldados sionistas agazapados cobardemente en sus torretas miliares, dispararon varias ráfagas de fusil contra las familias campesinas que se encontraban cosechando su tierra, una madre corrió desesperada a cubrir con los brazos a sus tres pequeños hijos, como si el amor maternal pudiera blindarlos contra la muerte”.

Mientras usted lee estas líneas, miles de familias campesinas labran la tierra a riesgo de perder sus vidas bajo las balas de la ocupación israelí. Una valla de alambre de púas encierra a un pueblo entero, equipada con sensores de movimiento, torretas con armas ultramodernas -que pueden dispararse a cobarde distancia con un joystick desde Tel Aviv- vigilada y patrullada las 24 horas por tanques de guerra y demás vehículos militares, esta valla de la infamia mantiene cerrado a cal y canto al más enorme campo de concentración de la historia, una prisión inmensa que encarcela a casi dos millones de seres humanos: La Franja de Gaza.

Pero la vida es terca y se abre paso a través de la muerte y sus sicarios. De madrugada, cuando aún el tenue sol de Palestina no ha salido para entibiar el aire, los campesinos gazatíes se encaminan a labrar sus tierras. Son hombres de manos curtidas y ojos profundos, mujeres de mejillas enrojecidas por la intemperie y sonrisa a flor de labios, ancianos con las espaldas encorvadas por la ardua labor del campo, y también son niños, niños trabajadores y vivarachos, muchos de ellos de no más de 5 años, que ayudan a sus familias en la difícil tarea de sembrar y cosechar, de generar vida y alimento para los suyos, niños campesinos que ya saben distinguir desde esa tierna edad entre los diferentes aullidos de la muerte: el sonido de las bombas de una tonelada lanzadas desde los aviones F16, los certeros disparos de los drones (aquí llamados “zanana” cuyo significado en árabe es zumbido de mosquito), el mortero de los tanques o el tableteo de los fusiles sionistas cuyas balas se entierran en los cuerpos humanos como semillas de destrucción e impunidad.

 

Nosotros somos testigos de esta masacre silenciada y es nuestro deber -y nuestro compromiso- denunciar y combatir al verdugo porque conocemos los rostros de las víctimas, sabemos que no son cifras: son hijos, hermanos, madres, padres, esposos… Hemos llorado sus muertes con las familias de quienes no aparecerán nunca en las primeras planas de las grandes corporaciones mediáticas, gente humilde cuya única “culpa” ha sido nacer en Palestina.

Correo del Orinoco

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