El ensayo de Irotatheri

Es ya costumbre que en Venezuela, dado el alto dinamismo de la escena política cotidiana, los temas, sucesos y situaciones coyunturales pasen rápidamente a segundo plano para luego ser definitivamente olvidados al tiempo que el siguiente asunto de interés se posiciona. La mayoría de las veces ni siquiera tienen completo desarrollo; simplemente desaparecen del debate público. El asunto se torna serio cuando no es sólo el público el que abandona y olvida, sino los actores políticos y sus estrategias.

La opinión pública entró en tensión cuando un rumor de una supuesta matanza a la comunidad yanomami Irotatheri se hizo noticia en la inmensa mayoría de los medios venezolanos y no pocas agencias internacionales y medios extranjeros.

Se habló de una “masacre”. Era una noticia impactante. La situación pasaba de conmovedora a terrorífica. Dijeron que garimpeiros brasileños habían exterminado a una comunidad de no menos de “80 yanomamis” en una zona remota de la selva amazónica. Se reportaron supuestos testimonios, anónimos, difusos, de personas que habrían visto los restos de cuerpos y viviendas quemadas.

El gran detalle es el despliegue gigantesco causado por una información carente de la más mínima prueba o testimonio real que confirmara el supuesto hecho. De forma sorprendente, se articuló ante nuestros ojos una nada despreciable maquinaria informativa que incluyó: notas de prensa en medios impresos y radioeléctricos, crónicas, entrevistas, editoriales, caricaturas, comunicados de personalidades y organizaciones, y pronunciamientos incluso de instituciones internacionales. Pero no sólo fueron los medios y el oportunismo político opositor, se pronunciaron también organizaciones e individualidades que apoyan el proceso revolucionario.

La conseja provocó la movilización del Ejército Bolivariano, la Fiscalía General de la República, organizaciones defensoras de los derechos humanos, las agencias noticiosas nacionales e internacionales. Por redes sociales y otros medios se reproducían los llamados a investigar y a tomar acciones a favor de las víctimas, que, tratándose de miembros de una de nuestras naciones indígenas, generaban una suerte de indignación “viral”.

Se dijo que la información partió de dos ONG: una venezolana, Horonami; y una externa, Survival International. Estas organizaciones ciertamente armaron un escándalo hablando “con mucha seguridad” sobre lo que supuestamente había ocurrido. Por otro lado, la modelo y actriz internacional Patricia Velásquez, embajadora de la ONU para los pueblos indígenas y miembro de la etnia Wayuu, aseguraba a través de su cuenta en Twitter que “el caso de la masacre yanomami ES cierto”. Se armó toda una matriz que enrareció el clima comunicacional durante varios días.

Fue noticia tanto la “horrible masacre” como la falta de interés o iniciativa del Gobierno para actuar al respecto. También el hecho de que se produjera tal horror dejaba ver que el Estado venezolano no está en capacidad de proteger ni las fronteras nacionales ni a los venezolanos, mucho menos de garantizar el derecho a la vida de las comunidades indígenas. Lo que pondría al país en una muy mala posición institucional.

Pero el caso fue que luego de movilizar al Ejército Bolivariano mediante la “Operación Centinela” y de realizar la investigación que comprobó que en la comunidad Irotatheri había “No matanza. Todo fino”, se evidenció también que el origen de la información fue algo así como: “Alguien dijo que le dijeron, “Alguien habló con unos testigos”, “Se supo”. Nadie estuvo en contacto con la prueba. Al ir tras ella, no hubo nada ni nadie de quien la noticia hubiera partido.”Unos testigos”.

Fue un conato de escándalo. Se puso a prueba cómo en horas el país puede abandonar cualquier tema de primer orden e introducirse en una situación de tensión que compromete la imagen del Gobierno y ubicarse bajo la lupa crítica de la opinión nacional e internacional. Incluso la desacreditada Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió un comunicado “exigiendo la investigación de la masacre”. Otra vez, sin una prueba.

No hace falta prueba alguna para someter a un país a la condena moral y política y para sumergirlo en una “situación delicada” que “compromete los derechos y la vida de los ciudadanos”. Sólo hace falta publicar. Decir: emitir y liberar un discurso, y dejarlo que se reproduzca mediante toda una red de ecos de alta efectividad, siempre listos para accionar.

Repasemos lo que sucedió en Libia, cuyo Gobierno fue invadido bajo la acusación de que, ante las supuestas protestas de civiles contra el “régimen” de Gadafi, éste ordenó masacrar al pueblo. En este sentido, circuló una infinidad de reportajes que “decían” de las masacres a “barrios enteros”. Reportajes que presentaban una particularidad: en plena segunda década del siglo XXI, donde nada queda fuera de las cámaras de profesionales y “aficionados”, quienes mediante teléfonos y otros aparatos pueden fotografiar y grabar cualquier suceso para servir como corresponsales y fuente de noticias, no existió nunca una foto o un video de ningún tipo que probara absolutamente nada. Sin embargo, eso se dijo, esa información circuló, se reprodujo, tuvo eco comunicacional e institucional, y sirvió para justificar una guerra que provocó el asesinato de un Jefe de Estado y la remoción de un plumazo de un sistema político de más de cuarenta años.

De forma similar, actualmente en Siria las agencias de noticias aseguran que el “régimen” de Bashar Al-Assad asesina a diario gente inocente, pero no hay nada (otra vez, ni foto, ni video, ni cuerpos, ni testigos) que respalde tales afirmaciones más que las palabras, las palabras que se dicen una vez y corren con la intensidad y la inmediatez que permiten los tiempos actuales.

Por supuesto que, además de estos ejemplos, casos ilustrativos de este modo de acción del Imperio y su omnipotente “Complejo Militar-Industrial-Comunicacional” no faltan en la historia mundial. Podemos citar por antonomasia las dos guerras del golfo pérsico (clásicas guerras televisadas) y, sin necesidad de ir tan lejos, el golpe de Estado de abril de 2002, donde mediante palabras y retransmisiones de imágenes que no probaban responsabilidad de nadie sobre unas muertes que para colmo habían sido anunciadas a la prensa horas antes de consumarse, que sirvieron para emitir la imagen internacional de que se había llevado a cabo un procedimiento totalmente legal y justificado.

Ese mismo año (diciembre de 2002 y enero de 2003) la conjura mediática-empresarial que casi provoca la bancarrota del país, pretendía justificar y prácticamente solicitaba una intervención internacional que lograra derrocar el gobierno de Hugo Chávez.

Vivimos una guerra que no sólo es “de ideas”. En Venezuela, actualmente está en juego no sólo la mayor reserva de crudo del mundo, sino el centro de ebullición del debate global sobre los modelos políticos modernos y la construcción de un nuevo paradigma democrático. Nada menos.

¿Fue Irotatheri un ensayo? ¿Una prueba sobre el propio terreno en el que se operaría un plan, quizás más agresivo, en el marco de las elecciones presidenciales? Con tantas “informaciones” y “dudas” que buscan enrarecer el ambiente electoral del 7 de octubre, no estaría de más poner atención a la tan mentada “cuarta generación” de la guerra.

Ángel Daniel González

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