La palabra pintada de Francisco Massiani persigue la belleza luminosa

«Para escribir dejas detener el tiempo, no existe ni futuro ni presente, es un momento en que vas persiguiendo palabras iluminadas y uno pasa a ser eterno porque la poesía es como un potro salvaje que arranca y camina buscando desesperadamente la luz o la eterna belleza», dice el escritor Francisco Massiani, cabizbajo, de manos abrazadas y postura estática, como esas criaturas literarias que, a ratos, desaparecen de los límites reales para correr libres en otros terrenos inmortales.

En menos de una hora, la mirada del también poeta y pintor se hunde dentro su propio túnel para recordar sus primeros pasos en la literatura, sus garabatos pictóricos a temprana edad y su efusión por la música, que se mantiene con más fuerza aunque «el aparato de aquí no funcione», dice mientras señala el reproductor ausente en la habitación.

Confiesa que sus primeras exploraciones fueron similares a las de todo niño, pues el dibujo es una nube inquietante que irrumpe la infancia. «Los seres humanos nacen y garabatean paredes, cuadernos (…) unos dejan de hacerlo y otros se vuelven pintores. Yo no he dejado de pintar», asoma.

El par de hojas donde dibuja, los creyones de variados matices guardados en su armario y su pluma bordeando el cuerpo femenino en verde, rojo, amarillo y negro demuestran que el fuego de aquellos primeros años continúa con la llama encendida, aunque hace rato no exhibe sus obras plásticas.

De esos bosquejos sobre papel partió un siguiente interés: la palabra. Esas frases alimentadas de infancia, adolescencia y madurez nacieron sin musa alguna: «Yo no me inspiro para escribir. Yo escribo o no escribo, esa famosa inspiración no existe para mí. Se me mete algo en la cabeza, como si fuera un dictado (…) Si a mí no me dictan, no escribo, y eso suele ser en la madrugada», expone el hombre mientras añade volumen a su creación.

En su cuarto, la máquina de escribir desgastada por el uso se observa en la esquina del mesón, ubicado a un lado de la cama. Allí, tecleando, pasa intensas jornadas de la madrugada. «-¿Ha probado escribir con computadora?», le preguntan. «-¡No me gusta! Me acostumbré a mi máquina viejita, me gusta como suena porque tiene un ritmo y eso me ayuda a escribir», responde el escritor.

De la sensibilidad que lo caracteriza, recuerda uno de sus primeros abandonos académicos, ocurridos durante sus estudios de Filosofía en la Universidad Central de Venezuela (UCV), cuando un profesor lo invitó a resolver acertijos de lógica por ser «Pancho» -como le gusta que lo llamen- muy bueno en el área.

«Ese día había llovido y la luz resplandecía a los árboles, las hojas y las flores (…) Eran los colores más puros del mundo, entonces yo le dije: ‘-Profesor, no voy a seguir resolviendo silogismos con un día tan hermoso’ (…) pero él no quiso, entonces me fui y no volví nunca más a la escuela», narra el poeta.

Este compromiso con las palabras lo hizo merecedor del Premio Nacional de Literatura (2010-2012), que recibe este jueves 22 de noviembre y que lo sorprendió porque no lo esperaba, sin embargo «cuando llega te sientes feliz», resume el ganador.

Nadie me dijo que escribiera (…) a mí se me ocurrió

Cuando se interroga a «Pancho» sobre su primer texto, aparece el recuerdo de su padre, el también escritor Felipe Massiani, quien si bien lo condujo a las primeras lecturas, nunca lo obligó a hacerlas. «Nadie me dijo que escribiera (…), a mí se me ocurrió escribir poesía y cuentos fantásticos desde los 14 años», aclara.

El primer verso lo tituló «Puerto» y nació repentinamente porque, a su juicio, el poema no se explica. Se escribe, se siente y si el lector comprende, el sentimiento es bueno. De lo contrario la palabra queda reducida a papel.

Aunque sus primeras publicaciones le apostaron al cuento, sus poemarios Antología (2006), Señor de la ternura (2007) y Corsarios (2011) retomaron las cenizas de sus años pueriles, que estuvieron signados por las narraciones premiadas Las primeras hojas de la noche (1970) y El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes (1975).

La obra que lo hizo visible fue Piedra de mar (1968), novela con la que describe las situaciones del joven «Corcho» en su búsqueda prematura del amor. El texto es considerado un clásico en la literatura juvenil venezolana, categoría que ha tergiversado el perfil de su obra, que no se reduce en ingenua sino que explora distintas aristas del hombre como bien plantea Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal (1976).

Acaso que por ser obrero no les podría provocar jugar tenis…

Una segunda anécdota sobre su transitar por aulas universitarias sucedió mientras estudiaba Arquitectura en la UCV y era alumno del «Taller Villanueva». Los docentes solicitaron la proyección de un complejo habitacional para obreros y Massiani trazó una propuesta con canchas de tenis, librerías y piscinas.

«El jurado consideró que eso no tenía sentido porque los obreros ni jugaban tenis ni leían, y me aplazaron (…)¿Acaso que por ser obreros no les podía provocar jugar tenis? Ellos también deberían tener el privilegio de tener una librería en casa (…) No tiene sentido lo que hicieron esos condenados», relata.

Aquel día, el joven «Pancho» agarró su proyecto, lo lanzó al río Guaire y decidió desaparecer de aquellos pasillos, paradojicamente, conocidos como «La casa que vence las sombras».

Sin embargo, sin rencillas Massiani avanzó y se consolidó como escritor polifacético de la literatura venezolana. Las próximas publicaciones El veraniante (novela), Cuentos pasados de moda, Poemas eróticos y la autobiografía Breve y arbitraria historia de mi vida reflejan los alcances de su pluma.

A propósito de la autobiografía, Massiani adelanta: «Cuento las cosas que considero interesantes en mi vida, que han sido agradables y que creo pueden interesar a los lectores. Para mí escribir es un placer…»

Francisco «Pancho» Massiani acumula 68 años de vida, ganó el Premio Municipal de Prosa en 1998, el V Concurso anual de la Fundación para la Cultura Urbana por sus relatos Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer y está a la espera del nuevo galardón, mientras prosigue en la creación de historias en su nuevo hogar, El Racho Dallas, en Prados del Este, en el municipio mirandino de Baruta.

AVN

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