Amada Caracas recoge memorias sobre la ciudad

AMERICO-MORILLO-(1)

El libro titulado Amada Caracas es una antología que presenta historias y perspectivas de la capital de Venezuela, esa que abruptamente comenzó a transformarse en la década de los 40, bajo la presidencia de Isaías Medina Angarita, según palabras de Héctor Seijas, encargado de la compilación, prólogo y notas del texto.

Las voces de 19 escritores venezolanos plasman los distintos planos de la realidad de Caracas, una ciudad, como dice Igor Delgado Senior, uno de los escritores incluidos en el texto, “suave, violenta, única, prescindible, desorbitada, inmóvil, histórica, apocalíptica, pobre y exquisita”.

El texto inicia con uno de los últimos textos que Enrique Bernardo Núñez le dedicó a Caracas, cuando corría el año 1961. Prosigue con obras maestras de la palabra hechas por Mariano Picón Salas, Aquiles Nazoa, Aníbal Nazoa, Guillermo Meneses, Salvador Garmendia, Adriano González León, José Ignacio Cabrujas, Elisa Lerner, Carlos Noguera, Igor Delgado Senior, Armando José Sequera, Argenis Rodríguez, José Roberto Duque, Ramón Palomares, Juan Calzadilla, William Osuna y Luis Enrique Belmonte.

Los lectores tienen en el libro escritos de temáticas diferentes, desde el humor hasta el sentimiento más hondo, más denso.

La convivencia urbana basada en el testimonio y los personajes de las calles de la ciudad, representantes de nuestra identidad cultural contemporánea, reflejan en esta publicación el amor hacia la urbe dentro del cual sus habitantes se relacionan todos los días.

Estas historias cotidianas son un retrato de la ciudad que padecemos y que amamos todos los días, en palabras de Seijas: “La ciudad de Caracas es una crisálida en gestación permanente, constante; capa sobre capa se teje la urdimbre de nombres, historias, narraciones, poemas, leyendas y testimonios que constituyen la salvaguarda memoriosa, espiritual, de un pueblo, en el que convergen, coinciden y confluyen otros pueblos a su paso por esta gran ruta de los desplazamientos multitudinarios”.

Los textos presentes en el libro son de diversos géneros. Son 256 páginas en las que sus hacedores dan cuenta de la singularidad de Caracas, sus misterios y esas emociones que comparten los que la viven, los que la sienten.

Su transformación, su respiración, también se evidencia en las hojas de este libro a través de la poesía que ama, sufre y comparte el sentir de sus habitantes.
La obra es una publicación de la Editorial El perro y la rana que data de este año y puede encontrarse en la red de Librerías del Sur.

 

1

ALGUNOS TEXTOS

Santiago León de Caracas

WILLIAM OSUNA
Mía es esta tierra y mías
estas mujeres
a ustedes no los he visto
les hice señas
desde callejones desnudos
[y no dieron conmigo.
Ciudad de las altivas torres
ruido de piedras y espinos
brotan desde los hierros
[profundos.
Esta es la palabra borrada,
[ligera como una nube
ésta es la hora del estruendo
muros fortísimos como manos
[de huracán
y arde la mañana y el calor es
[indescifrable.

Por las plazas por los
[acantilados
en este anillo de triste donde
[martillan el pasaje
las orugas del porvenir suelen
[enfrentarse los vientos
devolverse los moriscos
rasgarse a lentitudes por
[límites sin sentido
un pueblo de sogas en el
[cuello.
Todo es una confusión de
[rostros
en las tinieblas
caballos que desean irrumpir
en los salones de la vendimia
casas solas, techos fúnebres,
[regiones para el desencanto
y no para una boca en la boca:
matanza de pájaros y ovejas.

Venida principal donde
[caminan millones de muertos
Sitios de siempre oficinas
[públicas
nadie se exalta ni por lo bello ni
[por lo feo.
Ciudad confusa
Ciudad festiva
yace el arco gris sobre Caracas y
[en este bello pedazo
del mundo.
Agua generosa y preciosísima
fiel y verdadera
manto de los humildes.
Hermosas mujeres
Amontonados automóviles
de otros asuntos luego diré,
una multitud de nombre
[irrevelado
descubre su secreto y embiste.

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Calle Real de El Carpintero. Al cine, de noche

ARMANDO JOSÉ SEQUERA

La otra noche Iraida se empeñó tanto en que fuéramos al cine que por fin me convenció y bajamos el cerro, cuando ya era oscuro. Yo bajé chorreada, porque uno escucha todos los días en el noticiero lo que hacen los malandros de la zona y, cuando al fin llegamos a la redoma de Petare y agarramos el Metro, yo en lo único que pensaba era que teníamos que regresar a medianoche y siendo viernes, para completar. Por donde nosotras vivimos, parece que los viernes le abrieran las puertas a la locura y no hay un fin de semana que no empiece con por lo menos un muerto y una chorrera de heridos. Si tú me preguntas de qué se trataba la película, la verdad es que no lo sé: yo sólo me acuerdo de lo nerviosa que estaba. Iraida no, Iraida andaba de lo más tranquila, como si tuviera guardaespaldas y viviera en el Country. Después, a eso de las once, cuando veníamos de regreso, yo me preguntaba “¿Quién me mandaría a hacerle caso a Iraida, quién?”, hasta que por fin llegamos a Petare, en el último tren del Metro. Toda la redoma estaba llena de borrachos, que nos dijeron todo tipo de groserías y nos hicieron cualquier cantidad de proposiciones. Por fin, llegamos a la cola de los jeeps que vienen para la casa y, cuando nos subimos a uno, faltaba un cuarto para las doce. Después recorrimos a toda carrera las dos cuadras y media que hay que caminar desde donde nos deja el jeep hasta la casa y, apenas llegamos, ahí mismito me acosté sin comer, dándole gracias a Dios por haber vuelto sana y salva. Y dime si tengo o no razón para asustarme: por la mañana, cuando Iraida y yo salimos para el mercado, por allí no se hablaba de otra cosa que de una señora a la que habían violado y asesinado cuatro malandros, pasadita la medianoche, como a una cuadra de la casa.

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AMERICO-MORILLO-(2)

Diálogo cien por cien caraqueño

ANÍBAL NAZOA

—Guá, Teobaldo, ¿qué haces por aquí tan temprano?
—Ando buscando una ferretería que quedaba por aquí.
—Ah, ¿tú dices una que estaba ahí donde estaba la esquina de San Lázaro?
—No, una que quedaba ahí donde quedaba aquella plaza que quedaba más arribita de donde quedaba la placita del Nuevo Circo.
—Bueno, San Lázaro era, ¿no?
—Francamente, yo no me acuerdo. Yo lo único que me acuerdo es que yo me venía derechito de allá donde quedaba la plaza España y llegaba como un clavo.
—¡Sí, hombre, ya caigo! La ferretería que tú dices es aquella que estaba primero allá donde quedaba la esquina del Corazón de Jesús, ¿no?
—¡Eee-lena! ¿Te acuerdas que el dueño siempre la dejaba sola para irse a echar palos ahí donde estaba la esquina del Tejar?
—Sí, cómo no. Pero eso lo mudaron hace añísimos. Yo creo que ahora está por ahí por donde estaban los venados aquellos que estaban donde después estaba Plaza Venezuela.
—¡Hum! ¿Tú no estarás confundido con eso ahí donde quedaba la plaza Morelos?
—No, señor. Yo sé muy bien que eso ya viene quedando por ahí por donde quedaba El Conde. Yo estoy hablando de otra cosa.
—Cará, chico, y a propósito de hablando otra cosa, ¿tú no sabes qué habrá sido del negro Agustín?
—¿Cuál dices tú, aquel que era muy ocurrente, que vivía por ahí por donde estaba la Subida de Moreno? Él como que tiene ahora un botiquincito por ahí por donde quedaba Campo Alegre. Yo lo he visto dos o tres veces. La última fue por ahí por donde quedaba el Mercado.
—Si lo ves me lo saludas; y pregúntale que cuándo volvemos a parar una partida de bolas como aquellas que parábamos ahí donde quedaba El Cenizo.
—Cómo no, viejo… Y por cierto, que hace tiempo que no nos echamos unos tequichazos en aquella taguarita que estaba ahí donde quedaba la esquina de Santa Bárbara.
—¿Santa Bárbara? ¿Por qué dices que “quedaba” si eso no lo han tumbado?
—¡Claro que lo tumbaron! Lo que pasa es que tú crees que yo estoy hablando de la Santa Bárbara que todavía queda por donde quedaba Salas a Balconcito, y yo la que digo es la que quedaba más arriba de donde quedaba la esquina de Pagüita.

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Varios meridianos

MARIANO PICÓN SALAS

El movimiento y color de la ciudad se reparte en varios meridianos. Hay todavía lo que queda de ciudad vieja en las calles adyacentes a la Plaza Bolívar. El límite de las dos Caracas se fijaba hasta hace pocos años en el añoso parque de la Misericordia, más allá del cual comenzaban las calzadas más amplias que se empezaron a edificar por 1930. Entre la Caracas tradicional y el “Country Club” o Los Palos Grandes –lejanas urbanizaciones en la década del 30 al 40– mediaban haciendas y trapiches, los bucares más rojos y los mijaos más corpulentos del valle. Ahora las Avenidas de Sabana Grande y la Miranda enlazan ya los extremos. Las tiendas más hermosas y los comercios más abastecidos se trasladaron hacia el Este. El prolongamiento oriental de la ciudad invade el Estado Miranda; se tragó los antiguos burgos mirandinos como Sábana Grande, Chacao y Petare, donde los caraqueños de hace apenas dos décadas iban a “temperar”; ocupa otros pueblos laterales como Baruta y El Hatillo y amenaza descender por las abruptas rampas que conducen a las tierras más cálidas de Guarenas y Guatire. Cuando las autopistas completen su tarea de circunvalación y enlace de los más variados niveles, tendremos una ciudad que en su diseminado conjunto urbanístico ha de ofrecer los más diversos climas. Los moradores de El Junquito y San Antonio de los Altos, los turistas del Hotel Humboldt encenderán en las tardes los leños de sus chimeneas y se vestirán de ropas invernales, mientras en la caliente Guarenas puede recomendarse en un día de agosto poner en movimiento los ventiladores eléctricos. Quizás ninguna otra ciudad del mundo ofrezca en tan pocos kilómetros semejante antología de temperaturas. “Caracas, capital de todos los climas”, es un sencillo y expresivo slogan que pudiéramos vender para sus próximos carteles a una agencia de turismo.

Quizá el mayor problema de la gran urbe en proceso, es la falta de un eje central desde donde se determine el nacimiento de las calles, la clara matemática de un buen ordenamiento urbanístico. Por eso, en el laberinto de las urbanizaciones, es la ciudad del mundo donde parece más difícil encontrar una dirección desconocida. Como a veces no basta el nombre de la calle, se da también el de la casa; pero hay más de dos “ avenidas Los Cedros”, varias “Acacias” y un millar de quintas puestas bajo la advocación de la “Virgen de Coromoto”. A veces un telegrama enviado del exterior resulta costosísimo, pues sólo la dirección del destinatario comprende varias frases: “barrio de El Paraíso, frente a la puerta de campo del Hipódromo Nacional”. En otras capitales de América, los moradores de los barrios periféricos van al “centro”, que puede ser la avenida Madero, en México; la calle Florida, en Buenos Aires; el Girón de la Unión, en Lima; las calles Estado y Ahumada, en Santiago de Chile. Pero ¿cuál es el verdadero centro de Caracas? Hasta 1930 o 1935, parecía la Plaza Bolívar, siguiendo el plano en damero de las ciudades coloniales. Después se pensó que iba a ser el Parque de los Caobos o aquella encantadora frontera entre lo viejo y lo nuevo, que fijaba la plaza de los Museos. En 1945, otro núcleo quiso establecerse en la plaza de El Silencio, desde donde partiría la avenida Bolívar. Cinco años después había surgido un nuevo meridiano en la Plaza Venezuela, con las bonitas tiendas y comercios de la Gran Avenida. Quizá para 1960, el eje central imaginario habrá que correrlo hasta la plaza de Altamira. Y, por el momento, Caracas es como una confederación de burgos y urbanizaciones, separadas por árboles, túneles, quebradas y colinas. Las pocas parroquias que mencionaba en su “Guía de Venezuela para el año 1904” don Nicolás Veloz Goiticoa, se multiplicaron en nuevos y desordenados conjuntos urbanos. Hasta 1925, los caraqueños nacían o morían en Catedral, Altagracia, San Juan, La Pastora, San José, Candelaria, Santa Rosalía, El Paraíso, y los más proletarios en un arrabal de la entonces pobrísima Catia o en un cerro como el Monte de Piedad. 30 años después, Catia es la más congestionada área industrial de la metrópoli; las parroquias foráneas se unieron a las urbanas, y ni el caraqueño más avezado pudiera definir todos los lugares y toponímicos de la nuestra cambiante geografía administrativa. Ya pertenece al folklore de un pasado reciente aquello de que se vivía en La Pastora por su buen clima, propicio para las dolencias del pulmón; de las ventanas de la calle de Candelaria con sus castos idilios románticos; de la agresividad de San Juan, con sus valentones siempre dispuestos a una pelea a cabezazos; de la altísima burguesía de El Paraíso, con sus jardines y villas a la francesa, sus pequeños castillos de Amboise y las gentiles institutrices que enseñaban a la familia pasos de baile, modos de saludar y lenguas extranjeras. Toda una estratificada división de estilos, castas y fortunas comenzó a romperse y abigarrarse con el desarrollo económico y urbano después de 1936. Y como emancipándose de la tradición, otra Caracas se aleja y embellece hacia las faldas del Ávila, las colinas de Bello Monte y Las Mercedes o la avenida Miranda, que cada día recuerda más a Los Ángeles, California.

Los 300 mil vehículos de motor que según una estadística reciente circulan por el territorio venezolano, algún día del año parecen darse cita en Caracas y producen una marejada de ruido y combustible quemado, que quita a los peatones el higiénico deseo de las caminatas. El caraqueño es hombre motorizado, y la misma dispersión de las cosas en los más opuestos barrios, anula el gusto de andar a pie. No hay, como en otras capitales de América, que conservaron dentro de su desarrollo moderno parte de la estructura colonial, portales de plateros y botoneros, de mercaderes y escribanos. No hay calles exclusivas para cafés, teatros y platerías, como en México o en Lima. Un comercio abigarrado prolifera en todas las zonas, y junto a un garage puede colocarse una pastelería vienesa. A veces el acierto de un arquitecto que planificó los edificios de una calle, logra que florezca un conjunto de cierta gracia y armonía urbanística, y descubrimos de pronto que la avenida Wollmer se puso muy bonita con sus cuidados árboles, las terrazas de sus hoteles y restaurantes, el espléndido edificio de “la Electricidad de Caracas” y los pequeños cafés y pastelerías. O vagamos por las tiendecillas, librerías, peluquerías, logradas con tan sobria y clara gracia en el gran bloque del edificio Galipán. O un amigo nos hace subir por casi medrosa rampa a la modernísima casa que se edificó en Bello Monte o Alta Florida, desde donde el valle luce condecorado de autopistas, de mazos de verdor, de hormigueros de automóviles, de collares de luces. “Caracas allí está”, pero no como en la paz casi agraria y añorante de la vieja elegía de Pérez Bonalde, sino como la más desvelada, quizá la más demoníaca ciudad del Caribe.

Ciudad Caracas

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