Cultura con teatro y Jean Louis Barrault

 

Los estudiantes de hoy no son ingenuos, al menos no lo son tanto como lo era yo la noche que conocí la política cultural. Yo había entrado a la Escuela de teatro de la UCV porque quería ser como Raúl Amundaray y encontré una noche, entrando, un papel pegado en la puerta señalando que hoy debíamos irnos para la sala E. Me fui allá y me senté, todo inocente, a escuchar a unos señores que formaban un presídium y después sabría que eran César Rengifo y sus acólitos Luis Márquez Páez y Gilberto Pinto. También estaba Daniel Izquierdo, el director de la Escuela, como era obligación. También estaba, quizá, Alfonso López.

NOMBRÓ A JEAN LUIS BARRAULT

Rengifo y Pinto estaban diciendo algo cuando en eso apareció en el salón un hombre que yo nunca había visto. Había entrado por la izquierda, se paró y empezó a hablar hacia el presídium. Es una palabra apropiada por su resonancia soviética, que compartían el recién llegado y los acusados. Porque lo eran, evidentemente, Rengifo, Márquez Páez, Pinto y hasta Izquierdo, que lució inocente y estuvo como que la cosa no era con él durante toda la escena. Yo no sé si se había abierto un derecho de palabra de los asistentes, o que Nicolás Curiel, que era el acusador, improvisado acusador, lo había creado alzando la voz.

Llamaba adocenados y anticuados a Rengifo y su grupo: “Son teatreros, eso no lo discuto, pero su discurso es reaccionario, no renueva”. Sé que también nombró a Jean Louis Barrault. Ese y un Maurice Bellart que, decían, resolvía los momentos cumbre del drama poniendo a los actores en círculo que se abre sobre el escenario como si fuera una flor. Barrault y Bellart eran sus caballitos de batalla. Después que Jean Louis Barrault hizo cosas en París, el teatro de Rengifo era como unas culebras de mecate, gordas, que ponía Pérez Jiménez, o sea el Retablo de Maravillas de Pérez Jiménez, para bailar alrededor unas danzas indígenas que resultaban ridículas, irrisorias y falsificadas en las palabras de Curiel, sin necesidad de que él las calificara de nada de eso, bastaba con la expresión “culebras de mecate” para hacerlas despreciables estéticamente.

La alusión a Pérez Jiménez creo que era un mensaje por lo bajo contra Rengifo, que había, como el brillante pintor que también era, hecho el mural de Amalivaca de la plaza Diego Ibarra y otros trabajos en los monolitos del paseo militar de Los Próceres. Ambas obras eran expresión de una línea de acción cultural perezjimenista hoy casi desconocida porque aquel Nuevo ideal nacional no tiene dolientes, y porque la participación de Rengifo en estas cosas es trabajada por sus muchísimos dolientes mediante convenientes frases: “Esa expresión artística iba a durar cuando la dictadura hubiera pasado”. Claro que sí, pero el indigenismo temático de Amalivaca afina con la estatua de María Lionza, con Miguel Acosta Saignes y Gilberto Antolínez.

Avanzando yo hacia otra cosa, que quizá no es tan otra, añado que por el lado de ser dos torres gemelas las de El Silencio, y repetirse tal par en Los Próceres y en Brasilia, hay masonería, y tal vez también en Nueva York, pero eso irá en otro artículo porque exponerlo en éste lo volvería disperso. En aquella época yo no sabía nada de eso.

“EUROCÉNTRICO”

Rengifo oía serísimo, pálido, en silencio. Nicolás vestía una chaqueta de cuero negro, corta, que desde entonces identifiqué con un comunismo lujoso que expresó Gustavo Machado, oligarca rojo que, según mi madrina, solo bebía licores finos y poseía una red de sesenta farmacias en Caracas y sesenta en el interior de la república. Curiel se extendió en comparaciones entre, por un lado, la puesta en escena rengifiana de un realismo pobretón, creedor en que el comunismo era pobreza, ignorante de las magnificentes estaciones del metro de Moscú, decoradas por el arte más audaz y por el otro, la estética que el Teatro universitario (que Nicolás presidía) presentaba en la Sala de conciertos, inspiradas en Bertolt Brecht. Allí interrumpió Gilberto Pinto.

Era 1967 y no se conocía el adjetivo “eurocéntrico”, si no Pinto se lo hubiera aplicado a los montajes de Curiel, con full potencia descalificadora. Nombró, sí, la adulancia, que algo debía significar, lo burgués, todo obviamente contra Curiel, pero entonces Rengifo silenció a Pinto con un gesto suave de la mano e inició una exposición donde se mezclaron el valor del realismo, que no enmascara las cosas y definitivamente no revuelve las aguas para que parezcan profundas, el oportunismo burgués (otra vez la palabrita, directo al estómago curielano), el amor al pueblo, protagonista doliente de la historia, que a la larga vencerá, la Guerra Federal, Federico Brito Figueroa.

No sé si César Rengifo había venido a la UCV en la Circunvalación número cinco, que tenía parada en la Plaza de las Tres Gracias, es posible que no, porque tenía muchos admiradores, entre ellos a las hermanas Silvia, Chelena y Maricruz Mendoza, ricas herederas barquisimetanas metidas a artistas y comunistas y carbonarias rengifianas, pero sí me consta que Izquierdo, Pinto y Márquez Páez cabalgaban a diario el inmenso camastrón cinco, cuyo pasaje valía medio. Curiel, en cambio, andaba en tremendo Peugeot u otra marca francesa que no ubico, con novias o con la esposa cantante y la novia pianista, que se presentaban juntas, o con nosotros, sus alumnos, cuando lo fuimos. En tal carro nos llevó a almorzar a un restaurante francés que quedaba por Sabana Grande, que, provinciano, viví como lo más pecaminosamente corrupto que ha producido el gusto burgués.

PELEA POR EL PRESUPUESTO

Nicolás presentaba sus obras en la linda Sala de conciertos de la UCV en su segunda etapa, tras retirarse del Aula Magna donde, durante unos tres años, quemó su pasión por los espectáculos masivos por el estilo de los del Teatro Nacional popular que, bajo la dirección de Barrault, hacían furor en París en los años en que él vivió allá. La Sala de conciertos goza de la acústica privilegiada que le conocemos, de un público universitario y era eso lo que se peleaba aquella noche en la Sala C, porque también asistía, hay que decirlo, el director de Cultura. Aquello era el prestigio de Brecht contra el de Stanislavsky, el de Curiel contra el de Rengifo. Se repetían intrigas a nivel de directivos del Partido Comunista que podían y debían reunirse con el rector a influirlo a favor de uno u otro grupo teatral. El grupo Máscaras, de Rengifo, montaba en un hueco maloliente, sito por el parque Carabobo, creo, de mediocre acústica.

A esas gestiones curielianas debe referirse Rengifo con la expresión “Tormentas de lodo”, que pone en una carta inclusa por Enrique Izaguirre en un libro dedicado a teatro venezolano visto por él. Presupuesto peleado.

Si Brusca militaba a favor de Rengifo (tal vez todavía no la había escrito) Curiel había reclutado a Arturo Uslar Pietri, de quien montó Las tejedoras. Fue una provocación, Uslar era el súmmum de la derecha, elevar a tablas su mensaje era la muestra descarada del carácter arribista y adulante de Curiel hacia la burguesía. No se dijo que había saltado la talanquera porque no existía todavía tal frase, pero sí aquello de que a confesión de parte relevo de pruebas. Siempre pedagógico y superior, Nicolás explicó que Jean Louis Barrault u otro francés de nombre ininteligible había montado una obra de Francois Mauriac y cuando le interrogó el crítico cultural de Le Monde el porqué –era la Guerra Fría, los tiempos de los documentos contra el ministro Jules Moch, con mil firmas encabezadas por la de Picasso– respondió: “Yo no tengo la culpa de que el talento se reparta a veces en las filas de la reacción”. Citando así, dijera yo, derrotó por todo el cañón a los rengifianos ante la opinión culta y ante los dispensadores de presupuestos.

Esto también tocaba a los terceros en discordia, el grupo del Ateneo de Caracas, que tenía por madrina a la señora María Teresa Castillo y por apoyo nada menos que a El Nacional, que significaba la obra narrativa de Miguel Otero Silva, las mejores y casi únicas páginas culturales del país, las columnas sobre cultura de Alejo Carpentier, los poemas inéditos de Pablo Neruda y la amistad de Gonzalo Barrios, Raúl Leoni y hasta de Rómulo Betancourt cuando Otero no se embalaba contra su democracia pronorteamericana. Todo esto dice que tenía el presupuesto seguro. Los machistas, generalmente los izquierdistas, lo sobrenombraban el Pateneo debido al exceso de palmípedos que cruzaban los pasillos, así como, a otro director, los estudiantes que sufrían sus avances habían bautizado sardinita, por ser tan pequeño que no llegaba a pargo.

El Ateneo levantaba la bandera del arte puro, dirigido en lo teatral por Horacio Peterson, sus montajes carecían, podría decirse, de muletas ideológicas. Realista, vagamente izquierdista trabajó piezas de Arthur Miller, incluso el Marat Sade de Peter Weiss.

Este componente de gestión y habilidad, se traduce en las biografías de los artistas. Rengifo pudo tener derrotas, ser maculado alguna vez por las tormentas de lodo, pero hoy ha renacido en la cresta de la ola chavista, enamorada de la patria, de la historia, mientras que Nicolás sufre olvido, quizá injusto porque en el plano de la “puesta” como él decía, sus aportes hoy integran la retórica teatral con carácter de indispensables.

Todo esto sucedía en los años de Kennedy y en esa nota hiperkeynesiana se creó el Inciba, para repartirle presupuesto a la cultura. Convertido después en Conac, hoy es el flamante Ministerio de Cultura. De cómo se bate el cobre desde entonces tratará el próximo artículo de esta serie.

Sólo China salva.

Por GERÓNIMO PÉREZ RESCANIERE / Ciudad CCS

Send this to a friend